viernes, 24 de octubre de 2014

Himno a la Alegría


Recuerdo como relámpago

La carrera fue larga. El cuerpo no se sentía, solo se suponía cansado, pero el que mandaba era el corazón y no las piernas. El frío se estrellaba contra la cara. Mandaba el corazón y no las piernas, parecía una maratón, pero no. No hubo largada, cada uno empezó a correr desde donde se lo ordenó, bien desde adentro, ese su corazón. Y no faltaba nadie parecía, un pueblo en estampida parecía. Malón al ataque. A todas las velocidades, piernas jóvenes, piernas grandes, piernas viejas y dolidas, todas, todas corrían, como podían corrían. Los brazos eran alas al viento, el gran cóndor en carrera. A la llegada el paso se iba acomodando entre esos, los muchos que ya habían llegado. Todo el camino estaba cubierto de gente que se iba abriendo para recibirlos. En las manos, fuertes, las piedras que habían agarrado en el camino. Y ahí el tiro. El impulso de todo el cuerpo puesto en esa piedra que volaba a toda la velocidad que podía. Toda la fuerza en esa piedra. Toda la fuerza.
Del otro lado, habían venido pertrechados. Cascos duros con visera, uniforme verde riguroso para todos. Concentrados en colectivos habían llegado. Bien armados para la ocasión. Convencidos de que estaban ganando la batalla estaban tomando el pueblo luego de vencer la primer trinchera. Era temprano, el fresco de la mañana les decía que empezaban el día ganando, que el día sería de ellos. Su enemigo no era profesional. Fácil, ganar a la mañana, pensaron y avanzaron sobre la primer trinchera. No se dieron cuenta que el ejército estaba en todo el pueblo, escondidos en todas las puertas, y venían refuerzos de otro lado, como si hubiese estado oculto en el monte. Un ejército escondido los sorprendió y ahora no hacían más que resistir la embestida de una ejército de miles.
Las piedras se hacían cada vez más difíciles de soportar, caían de a uno y eran reemplazados. Seguían cayendo. La derrota se podía oler, ya no se sentían esos olores inmundos y dañinos de los ocupantes, ordenaditos, de verde riguroso. Que no tenían más, se escuchaba de este lado. Más fuerzas en los embates de esos cuerpos agotados, más fuerza en esas piedras voladoras. Seguían cayendo, de verde riguroso, ya no tan ordenaditos.
No podían perder así a su ejército. Cómo se verían sus soldados prisioneros por estos negros harapientos, ignorantes. Los golpearían, se le notaría la gota de sangre a los imbatibles, inadmisible pero escandalosamente posible. Les costó tomar conciencia de la situación. Descontaban una operación rápida contra esa guerrilla mal armada y con pocos hombres y hasta alguna mujer. Tienen palos y piedras, que nos van a hacer le dijeron a alguno que dudo si cerrar las negociaciones así. Palo, gas, bala de goma y se acabó, no jodan más, negros de mierda. Sí, estaban perdiendo.
La atención se centró entre todos ellos y los miembros más antiguos propusieron la solución. Uno de ellos, con ropa ancestral y una cruz se interpondría en pleno campo de batalla. Valientemente, dan su cuerpo los miembros antiguos del poder.

Finalmente el cura logró frenar el poderoso avance del pueblo de Gral Mosconi y parte del de Tartagal sobre la Gendarmería Nacional enviada por el recién estrenado gobierno de la Alianza en mayo del 2000. El gobierno recién entrenado tuvo que bajar a negociar, o subir mejor dicho, al norte, a negociar. Una de las más grandes batallas piqueteras, de antes de la institucionalización del movimiento de desocupados.

Que miedo se había olido del lado donde no se olían los gases.

Batallas, rutas, gendarmes, el trabajo en juego.

Recuerdo como relámpago ante la Panamericana.