miércoles, 23 de enero de 2013

los dos angelitos



(nos seguimos dando la libertad de postear distraidos papeles de vacaciones)

Con Angelito nos encontramos a las 4 de la mañana en la esquina del puente Lavalle del lado de la terminal. Petiso. Gritaba desaforadamente “Ledesma! Ledesma!” a la gente que pasaba. Estaba buscando pasajeros para un remis compartido a Libertador General San Martín. Pinta de penúltimo linyera. Minutos después lo vimos recibir una trompada de un tipo, de “mejor pinta”, que lo puteaba. Instantes después  estaba Angelito arriba del tipo a menos de un metro nuestro diciéndole “vos no respetas? Te voy a enseñar a ser mil respetuoso, porque así hay que ser con la gente”. No supimos para que lado intervenir así que con que ninguno estuviera por matar al otro era suficiente para no meterse en vaya a saber que pelea de 4 am. Minutos después había doblado la esquina y no los vimos más. Pasaron cinco minutos y vimos volver a Angelito con unas gotas de sangre en el pómulo, orgulloso de haber propinado una buena paliza. Nunca supimos ni que pasó ni quién había triunfado, pero Angelito nos hablaba de que taxi iba a Ledesma, nos preguntaba de donde veníamos y nos contaba un pedazo de su vida en San Francisco, Córdoba. Este Angelito fue la primer experiencia del viaje a Los Toldos. El otro Angelito se presentaba a sí mismo como Miguel Angel y estrechaba la mano y cuando podía un cálido abrazo de chamaco embebido, a quien saludaba. También era bajo. Luego de que un taxi nos arrojara en un deshabitado puente internacional que cruza el caudaloso Bermejo donde no hay nada más que una comunidad a 4 horas de caminata bajo el sol, apareció. Fue un taxi que venía de La Mamora, localidad boliviana cercana al puente internacional hacia la ciudad de Bermejo que clavo los frenos con chillido y todo para primero presentarse amablemente después preguntar adonde íbamos y negociar un precio para que nos llevara hasta Los Toldos. Antes de salir se bajo de un colectivo una chica con su hija colgada en el mismo paraje desolado bajo el sol. También vino. Costó convencer al conductor de que nos lleve a la Argentina pero finalmente aceptó. El camino a Los Toldos es jodido, con esas piedras que saltan abajo del auto y lo machacan. Por un momento creí que el hombrecillo se iba a empacar dejándonos en el camino que le habíamos asegurado estaba bien. Pero cada vez que el tipo se daba vuelta se volvía a reír con el cachete hinchado de coca. Alcoholes norteños.

martes, 15 de enero de 2013

Festival norteño

( nos permitimos publicar una informal crónica de una vivencia de vacaciones en el norte de Salta)
El pueblo de Los Toldos sin querer nos recibió con un gran Festival. Percibimos la ansiosa espera de los primeros pobladores con los que charlamos. La primera en invitarnos fue Emi que con su hija de un año a cuestas nos acompañó en el taxi compartido de La Mamora (Bolivia) hasta el pueblo salteño. Tema común en cada charla. A pesar de esto, pensamos que era algo modesto, una fiesta en el pueblo sin llegar a dimensionar que el evento es esperado todo el año por los pobladores de lugar y sus alrededores. Nos encontramos horas más tarde en la puerta del lugar donde un afiche anunciaba que Ternura cerraba la noche a pura cumbia y fiesta. Entramos. Grandes letras plateadas titulaban el escenario “Festival Tradición y Sentimiento”.Un enorme predio a estrellado cielo abierto y base verde de un césped emparejado por los cerdos que transitan las calles del pueblo como perros, albergaba en el momento unas ochocientas personas que se convertirían con el pasar de las horas en más de mil. La gente había llegado de Orán, de Salta, de Tarija, de Bermejo y de muchos pequeños pueblos, El Arazay, Lipeo, Baritú y El Condado son algunos de ellos. Empanadas de carne fue nuevamente el menú elegido por nosotros y por muchos más que se enfilaban en una larga cola. Una provocadora coplera del chaco salteño agitaba a los muchachos. Rimaba que buscaba amante toldeño. Se asemejaba a una buena blusera. Terminando el número de la muchacha, el organizador subió desafiante a defender a su género en un contrapunto a copla limpia. Fue elegante y sencillamente destrozado. Luego vino el turno de Gabriel, un joven de Santa Victoria, pueblo del oeste coya salteño. En una mano el asta hueca de una vaca, en la otra una caja bagualera. Poncho rojo, sombrero. Su instrumento era el “erke”. El viento tronó en sus manos. Parecía que una vaca se había puesto a entonar. Un aire jazzero subía y bajaba de su instrumento coya acompañado por la base de percusión de su caja. Extraordinario. El pibe terminó y tomando el micrófono, agitó al público “¡A ver cómo baila Los Toldos!”. Un desorejado e impune organizador lo hizo bajar del escenario porque hacían fila abajo conocidos grupos regionales que tocarían después muy similares y monótonas chacareras y chamamés. Una injusticia musical. Luego de fumarnos dos horas de aburrimiento sonoro, terminó la rueda de repeticiones. Era el momento de la juventud. Todo oscuro mientras se acomodaban los músicos. “José Luis y su grupo Ternura” empezaron a romper la noche. La fiesta se agitó. No más de cinco minutos después una cortina de agua cerraba un telón transparente. A pesar de los esfuerzos de los músicos que en las tablas se presentaban, se apagó el sonido y las luces. Parte del público se amontonaba en un quincho. La juventud esperaba firme bajo el escenario, empapada. El barro se extendía. La espera no era en vano. Luces prendidas, la cumbia volvió a copar el aire. La escena estaba lista. Los pibes y las pibas tenían su noche. Grandes rondas se movían “de aquí pa allá”. Pogo cumbiero. No tardó mucho el primero en patinar por el piso y las espaldas de todos se tiñeron del color de la tierra mojada. Los grupos empezaron a rodar por el suelo de espeso barro. El agite no paro de crecer en este modesto Woodstock norteño.